Reflexión para Jueves Santo – Semana Santa
En el silencio de aquella noche en el Monte de los Olivos, mientras sus discípulos sucumbían al sueño, Jesús experimentó quizás el momento más íntimo y desgarrador de su ministerio terrenal.

En el silencio de aquella noche en el Monte de los Olivos, mientras sus discípulos sucumbían al sueño, Jesús experimentó quizás el momento más íntimo y desgarrador de su ministerio terrenal. Las tres horas de agonía en Getsemaní representan un abismo de sufrimiento que a menudo pasa desapercibido ante la sombra de la crucifixión. Sin embargo, fue allí, en la soledad del huerto, donde Cristo libro su primera gran batalla antes de enfrentar la cruz.
El contexto de Getsemaní
El Huerto de Getsemaní, cuyo nombre significa “prensa de aceite” en arameo, era un lugar familiar para Jesús y sus discípulos. Situado en las faldas del Monte de los Olivos, se trataba de un olivar donde se producía aceite mediante grandes prensas de piedra que aplastaban las aceitunas. Esta imagen de la prensa que aplasta hasta extraer la esencia se convertiría en metáfora viva del sufrimiento que Cristo experimentaría esa noche.
Los evangelios sinópticos (Mateo 26:36-46, Marcos 14:32-42, Lucas 22:39-46) nos ofrecen detalles complementarios de este episodio. Después de la Última Cena, Jesús llevó a sus discípulos a este lugar apartado para orar, consciente de que la hora de su entrega se acercaba.
La historia de la agonía del Señor Jesucristo en el huerto de Getsemaní es uno de los pasajes más profundos y misteriosos de la Biblia. Como bien señala la Escritura, episodio este nos invita a “quitar el calzado de nuestros pies, porque el lugar en que estamos, tierra santa es” (Éxodo 3:5). Sin lugar a dudas, acercarnos a este momento de la vida de Cristo nos debe llevar más a la adoración que al análisis.
En Getsemaní contemplamos al Señor librando la batalla definitiva contra el pecado, una batalla que se presenta en dos actos: primero Getsemaní y luego Gólgota. Fue en el Huerto de los Olivos donde Cristo tomó la decisión de ir a la Cruz, mientras que en el Calvario fue donde la materializó. El nombre mismo de este lugar es profundamente simbólico: “Getsemaní” significa “prensa de aceite” en arameo, evocando la imagen de las aceitunas que son trituradas hasta extraer su esencia más pura.
Las penas del alma superan las penas físicas.
Aunque las imágenes de la flagelación, la coronación de espinas y la crucifixión suelen impactarnos profundamente por su evidencia visual, fueron las penas del alma las que constituyeron el 90% del sufrimiento de Cristo. Lo que sucedió en el interior de Jesús durante aquellas tres horas de agonía en Getsemaní fue un abismo de dolor que supera nuestra comprensión humana.
Profundicemos en estas siete penas del alma que Cristo experimentó en el Huerto de los Olivos, donde cada una revela una dimensión distinta pero igualmente desgarradora de su sufrimiento redentor.
1. La visión de todos los pecados del mundo
Es en el Huerto de los Olivos donde Jesús ve y asume todos los pecados del mundo, desde el inicio hasta el fin de los tiempos. Quien no cometió pecado alguno, “se hizo pecado por nosotros” (2 Corintios 5:21), asumiendo voluntariamente la culpa y responsabilidad de cada transgresión humana para cumplir así con el Plan de Salvación.
Por su condición divina y su omnividencia, Cristo contempló cada pecado en toda su crudeza y fealdad, desde los más veniales hasta los más mortales, todos ellos como suyos. Esta visión fue tan abrumadora que provocó una respuesta física: comenzó a dilucidar ríos de sangre que brotaban de su santo cuerpo.
No era el temor por su propio destino lo que provocaba esta reacción, sino que sentía en sí mismo el temor del hombre, el miedo del hombre, las muertes producto de todo el pecado del mundo. En su alma santa, Cristo experimentó todas las muertes de todos los hombres del mundo.
Santo Tomás de Aquino señala que “el alma de Cristo veía a Dios claramente por la visión beatífica, y así percibía con total nitidez la malicia infinita del pecado como ofensa contra Dios”. Este conocimiento perfecto multiplicaba infinitamente su dolor.
2. Visión de las penas que debía sufrir
Cristo, en su omnisciencia, no solo conoció intelectualmente los tormentos que le esperaban, sino que los experimentaba anticipadamente en su alma. Veía con absoluta claridad cada detalle de la flagelación, la coronación de espinas, el vía crucis, la crucifixión y la muerte en abandono.
Esta visión anticipada constituyó un sufrimiento en sí mismo. Como explica San Alfonso María de Ligorio: “La aprensión de un mal futuro causa más dolor que el mal mismo cuando llega, porque cuando llega, solo se siente el peso presente; pero en la aprensión, se sufre el mal tantas veces cuantas veces se prevé”.
Durante esta visión, Jesús contemplaba también el abandono de sus discípulos. Si nuestra fragilidad humana se resiente ante el abandono de nuestros seres queridos, ¿Qué no llegó a sentir Nuestro Señor cuando experimentó nuestro abandono y olvido?
Mientras Él sufría, sus discípulos más cercanos permanecían dormidos, prefigurando cómo tantas veces nosotros permanecemos también dormidos en nuestros placeres, en nuestras preocupaciones mundanas, en nuestros intereses personales, mientras Él continúa sufriendo por cada uno de los seres de este mundo.
3. La privación del Padre y del Hijo
Esta tercera pena quizás constituye el núcleo más profundo del sufrimiento de Cristo. El pecado separa a Dios del hombre. Jesús, al asumir la condición de pecador, experimenta esta ruptura en la relación con el Padre.
En esa hora terrible, el Padre y el Hijo están privados de unión, no hay comunión; Jesús está en pleno abandono, ya que no puede existir unión entre Dios y el pecado. Sus discípulos duermen y ni siquiera ellos pueden acompañarlo en esta pena; no tiene a su dulce Madre, hasta de ella fue privado. Nadie le brinda compañía y consuelo.
Es en esta hora donde Jesús se convierte en el hombre más solitario y abandonado que haya existido en la humanidad, queda como suspendido en el vacío, en la nada; convertido en un “sin Dios”, en el Ateo. Queda convertida en el condenado, porque el Padre está condenando en el Hijo a todo el pecado del mundo.
Esta separación de la comunión perfecta que desde la eternidad existió entre el Padre y el Hijo se ve cortada como por una espada de tormentoso filo. Como diría siglos después Hans Urs von Balthasar, este es el momento de la “hora oscura de la Trinidad”.
Paradójicamente, Jesús se hace “ateo” por nosotros:
- Por los que deciden no creer en Dios por sí mismos
- Por los que Dios mismo rechaza por sus libres actos
San Pablo lo expresa con claridad cuando dice que Cristo “se hizo maldito para que fuésemos benditos” (Gálatas 3:13) y que “al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21).
4. Sufrió las penas de los condenados
En esta dolorosísima pena, Jesús trabajó en su alma santa las tormentas de sufrimiento de todas las almas condenadas al infierno eternamente. Todas estas almas, en justicia, deben amor y correspondencia al Padre; pero por su estado condenatorio no pueden corresponderle este amor.
Jesús asume estas penas para dar cumplimiento a ese amor y correspondencias pasadas, presentes y futuras; fue una pena inmensa sufrir las penas de los condenados, vivirlas y en justicia restituir ese amor que le debían estas almas. Su dolor más grande fue no poderlas sacar de ese estado condenatorio.
Santo Tomás de Aquino enseña que “Cristo sufrió todos los dolores”, lo que incluye en su alma el sufrimiento vicario de aquellos que se han alejado definitivamente de Dios. Este dolor es incomprensible para nosotros, pero representa la consumación de su amor infinito que busca restaurar todo lo perdido.
Su corazón se desgarraba al ver perder eternamente en el infierno a algunos de sus hijos porque ellos quisieron perderse voluntariamente. Sufrir sus penas y no poder liberarlos es una pena duplicada. Por esta pena, Jesús merece toda nuestra gratitud y reparación.
5. Sufrió las penas de las almas purgantes
Si Jesús no hubiera asumido el redimir a las almas del Purgatorio, ninguna de ellas habría salido de esta condena; solo en virtud de las penas sufridas por Él en Getsemaní, estas almas pueden ser purificadas y alcanzar finalmente la visión beatífica.
Jesús rogaba y sudaba sangre por las horribles penas que habrían de sufrir las almas del purgatorio. Cada gota de sangre derramada en aquella noche de soledad tuvo un valor infinito, gotas que borraron muchas culpas, que apagaron horribles llamas. Torrente de sangre que mitigó sufrimientos y abrió muchas penas, donde se manifestó la Misericordia con aquellos que están sometidos a su justa cólera.
Santa Catalina de Génova, que recibió revelaciones particulares sobre el Purgatorio, explica que “el amor de Cristo por las almas purgantes es tan grande que sufre en sí mismo sus penas, para abreviarlas y hacer las fructíferas”.
6. Sufrió todas las penas de la Iglesia militante
Con su mirada divina, Jesús contempló desde el inicio hasta el fin todas las persecuciones, martirios, herejías, agravios, cismas y sectarismos que afligirían a su Iglesia a lo largo de la historia.
Vio a cada mártir derramando su sangre, a cada santo enfrentando la incomprensión, a cada misionero sufriendo por llevar su nombre, a cada fiel perseverando en medio de las dificultades. Pero también vio las infidelidades, los escándalos, las divisiones y los abusos que se cometieron en y contra su Iglesia.
El Cardenal Newman escribió: “Él vio a cada uno de nosotros; vio todas las acciones de todos los hombres que habían vivido o vivirían; y entre todos vio mis acciones: mis pecados”.
Esta sexta pena tiene un carácter especialmente íntimo para nosotros, pues formamos parte de la Iglesia militante por la que Cristo sufría. Cada esfuerzo que realizamos por vivir el Evangelio con fidelidad, cada acto de amor y servicio, cada momento de fidelidad en la prueba, consuela retrospectivamente ese dolor de Cristo en Getsemaní.
7. La pena de ver el olvido de su pasión por la mayoría de sus hijos
Esta séptima pena es quizás una de las más dolorosas para el Corazón de Cristo. En ella, Jesús sufrió al ver a cada uno de sus hijos que:
- No lo conocen y nunca sabrán de su amor y su sacrificio.
- Conociendo quién es, no muestra interés alguno por buscarlo
- Sienten aversión hacia Él y se entregan a los poderes del Maligno
- Conocen su pasión pero la toman como algo superficial sin meditarla
- Repudian, ignoran y sepultan la memoria de su pasión
San Bernardo de Claraval describe este dolor: “Lo que más aflige su Corazón no son las heridas de los clavos, sino la ingratitud de aquellos por quienes muere”. Y Santa Margarita María Alacoque, en sus revelaciones sobre el Sagrado Corazón, recibió esta confianza de Jesús: “He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres y que no recibe de la mayor parte sino ingratitud y olvido”.
Esta pena perdura hoy. Cada vez que pasamos indiferentes ante un crucifijo, cada vez que recibimos distraídamente la Eucaristía, cada vez que no correspondimos a su amor con el nuestro, renovamos esta dolorosa herida en el alma de Cristo.
Jesús en Getsemaní: El centro de nuestra redención
Jesús en Getsemaní se convirtió en toda la impiedad del mundo asumiendo nuestro lugar. Se hizo culpable y responsable de todo. Culpable ante Dios y es ante Él que se revela la cólera divina; esto es beber el cáliz.
La verdadera Pasión de Jesús es la que no se ve, aquella que lo hizo exclamar “me muero de tristeza”. Jesús murió en su corazón antes que en su cuerpo. Esta muerte espiritual en Getsemaní fue en cierto modo más dolorosa que la muerte física en el Calvario.
El llamado a la reparación y al acompañamiento
Frente a esta contemplación de las penas del alma de Cristo, la respuesta adecuada es la reparación y el acompañamiento. Jesús mismo lo pidió a sus discípulos: “Velad y orad conmigo” (Mateo 26:38).
Este llamado sigue vigente hoy. Cristo continúa invitándonos a acompañarlo en su Getsemaní, especialmente en la adoración eucarística, donde se perpetúa místicamente su presencia y su pasión.
Como devotos de la Pasión de Cristo, estamos llamados a:
- Meditar frecuentemente en las penas del alma de Cristo, para comprenderlas mejor y dejarnos transformar por ellas.
- Reparar por nuestros pecados y los del mundo entero mediante actos de amor y sacrificio.
- Acompañar a Jesús en la oración, especialmente ante el Santísimo Sacramento.
- Consolar su Corazón llevando su amor a quienes no lo conocen o lo han olvidado.
- Beber del cáliz participando en sus sufrimientos para nuestra purificación espiritual.
El misterio de amor en Getsemaní
¿Cómo entender el alma de Cristo convertida en pecado? ¿Cómo no amar su Santa Pasión y su Santa Agonía, si en cada lágrima, en cada gota de sudor y de sangre allí estaba derramada nuestra salvación?
El drama de Getsemaní revela la profundidad del amor divino: un Dios que no salva desde fuera, sino entrando completamente en nuestra condición humana, hasta el punto de cargar con nuestras propias miserias. Como escribió San Juan Pablo II: “El sufrimiento humano ha alcanzado su culmen en la pasión de Cristo. Y a la vez ha entrado en una dimensión completamente nueva y en un orden nuevo: ha sido unido al amor”.
Que al contemplar las siete penas del alma de Cristo en Getsemaní, podamos experimentar una gratitud renovada por este amor inconmensurable y responder con un amor que no se queda en sentimiento, sino que se traduzca en entrega, compromiso y fidelidad.
[Publicado en unpasoaldia.com – Un espacio de reflexión cristiana para el caminante de hoy]
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